Esta simpática viejecita, al igual que todos los mendigos, se pasa la vida pidiendo dieces a todas las personas que se encuentra en su camino.
No tiene residencia fija. Vive en cualquier parte, donde le coge la noche, como dicen las buenas gentes.
Es algo difícil ver su humanidad, debido al montón de chuicas que lleva encima. En su cabeza luce un trapo viejo, que parece una almohada, tal es la cantidad de objetos qeu trae: cabos de candela, cajas de fósforos, pedazos de jabón, etc. pero lo que guarda con sumo cuidado, en su abultado buche, es su pesada mochila, que consiste en un pañuelo sucio, donde bien anudados, duermen los dieces que le regalan.
-¡Deme un diez!
Esas son las primeras frases, que nos dirige, cuando la encontramos por el camino. Luego nos pregunta por nuestra salud y por todos los de la familia.
Al preguntarle por la suya, contesta siempre, que está bien y mal, de todo un poco, agrega. Luego prosigue su camino conversando sola. De ahí que la gente haya dado en llamarla, Emilia loca.
No se recuerda que haya estado alguna vez recluida. Su locura no ha pasado de conversar sola.
A pesar de no haber sido una persona normal, no por eso ha dejado de ser visitada por la diosa del amor. Un Juan Tenorio la cortejó allá en sus años mozos.
Como fruto de ese amor, que ella niega, vio la luz una guapa chiquilla, que ahora, ya una mujer, le ayuda un poco a vivir.
No es de bromas. Se pone hecha una furia, cuando los chiquillos le dicen que se bañe, o cuando algún muchacho insolente, (de esos que tanto abundan) le recuerda aquellos deslices de su juventud.
Así transcurre la vida de esta buena mujer, ni envidiosa, ni envidiada, llevando siempre sus enfermas extremidades y su montón de chuicas. Saludando a diestra y siniestra a todos cuantos se encuentra, y repitiendo su consabido estribillo:
-¡Déme un diez!
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