Hablo de la tiranía, que pone por obra el fraude y la violencia con propósito de apoderarse, no poco a poco y como por menudo, del bien ajeno, sin que, sin respetar lo sagrado ni lo profano, invade a la vez y de golpe las fortunas de los particulares y la del Estado. Los ladrones vulgares, cuando son sorprendidos in fraganti, son castigados con la última pena; se los abruma con los más odioso nombres. Según la índole del delito que hayan cometido, se les trata de sacrílegos, de raptores, de pícaros, de ladrones; pero un tirano que se ha hecho dueño y señor de los bienes y persona de sus conciudadanos, en lugar de recibir esos detestados nombres es considerado como hombre feliz, y precisamente por los otros que conocen su crimen. Porque si se censura la injusticia, no es por temor de cometerla, sino de sufrirla. Tan cierto es, Sócrates, que la injusticia, cuando es llevada hasta determinado extremo, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia, y que ésta, como antes dije, se vuelve del lado del interés del más fuerte, y la injusticia se orienta hacia su propio interés y en su propio provecho.
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