Fue en la entrada de un pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando delejos las ruinas de piedra,cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero decidí dibujarle un cerdito en la mano.
Spubitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frio, pieles de cuero quemado: había quien quería un condor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito qye no alanzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
Me lo mando m tío que vive en Lima- dijo.
¿Y anda bien?- le pregunte
Atrasa un poco- reconoció
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