lunes, 13 de diciembre de 2010
jueves, 9 de diciembre de 2010
El mal radical
Que el mundo está en mal es una queja tan antigua como la historia; incluso como el arte poético, más antiguo aún; igualmente vieja incluso que la más antigua de todas las poesías, la Religión sacerdotal. Sin embargo, todos hacen empezar el mundo por el bien: por la Edad de Oro, por la vida en el Paraíso o por una vida más dichosa aún, en comunidad con seres celestes. Pero dejan pronto desaparecer esta dicha como un sueño; y es entonces la caída en el mal (el mal moral, con el cual siempre fue a la par el físico) lo que para desgracia hacen correr en acelerado desplome, de modo que ahora (pero este ahora es tan antiguo como la historia) vivimos en lo último del tiempo, el último día y la ruina del mundo están a la puerta y en algunos parajes del Indostán el juez y destructor del mundo Ruttren (también llamado Siba o Siwen) es venerado ya como el dios que ahora tiene el poder, después de que el mantenedor del mundo Vischnú, cansado de su cargo, que recibió del creador del mundo Brahma, se ha desprendido de él ya desde hace siglos.
Más nueva, pero mucho menos extendida, es la opinión heroica opuesta, que ha encontrado sitio sólo entre filósofos y en nuestra época particularmente entre pedagogos: que el mundo progresa precisamente en dirección contraria, a saber: de lo malo a lo mejor, sin detenerse (bien que de modo apenas observable), que al menos se encuentra en el hombre la disposición a ello. Con seguridad, esta opinión no la han obtenido de la experiencia, si se trata del bien o el mal moral (no de la civilización); pues la historia de todos los tiempos habla demasiado poderosamente en contra; más bien se trata, probablemente, de un benévolo supuesto de los moralistas, de Séneca a Rousseau, para impulsar al cultivo infatigable del germen del bien que se encuentra quizá en nosotros, con tal que se pudiese contar con una base natural para ello en el hombre. A ello se añade que, pues hay que aceptar al hombre por naturaleza (esto es: tal como habitualmente nace) como sano según el cuerpo, no hay ninguna causa para no aceptarlo igualmente como sano y bueno por naturaleza según el alma. Así pues, para desarrollar en nosotros esta disposición moral al bien, la naturaleza misma nos sería propicia. Sanabilibus aegrotamus malis nosque in rectum genitos natura, si sanari velimus, adiuvat,* dice Séneca.
* «Sufrimos de males curables, y la naturaleza, si queremos ser curados, nos ayuda, a nosotros, que hemos sido engendrados para el bien.»
Más nueva, pero mucho menos extendida, es la opinión heroica opuesta, que ha encontrado sitio sólo entre filósofos y en nuestra época particularmente entre pedagogos: que el mundo progresa precisamente en dirección contraria, a saber: de lo malo a lo mejor, sin detenerse (bien que de modo apenas observable), que al menos se encuentra en el hombre la disposición a ello. Con seguridad, esta opinión no la han obtenido de la experiencia, si se trata del bien o el mal moral (no de la civilización); pues la historia de todos los tiempos habla demasiado poderosamente en contra; más bien se trata, probablemente, de un benévolo supuesto de los moralistas, de Séneca a Rousseau, para impulsar al cultivo infatigable del germen del bien que se encuentra quizá en nosotros, con tal que se pudiese contar con una base natural para ello en el hombre. A ello se añade que, pues hay que aceptar al hombre por naturaleza (esto es: tal como habitualmente nace) como sano según el cuerpo, no hay ninguna causa para no aceptarlo igualmente como sano y bueno por naturaleza según el alma. Así pues, para desarrollar en nosotros esta disposición moral al bien, la naturaleza misma nos sería propicia. Sanabilibus aegrotamus malis nosque in rectum genitos natura, si sanari velimus, adiuvat,* dice Séneca.
* «Sufrimos de males curables, y la naturaleza, si queremos ser curados, nos ayuda, a nosotros, que hemos sido engendrados para el bien.»
Immanuel Kant.
domingo, 5 de diciembre de 2010
miércoles, 1 de diciembre de 2010
martes, 30 de noviembre de 2010
viernes, 19 de noviembre de 2010
. . . . . . . . . . el batiscafo de tu abismo . . . . . . . . .

estoy buscando una palabra
en el umbral de tu misterio
corazón oscuro
corazón con muros
que se esconde
que está donde?
corazón en fuga...
herido de dudas de amor.
Katia Cardenal
martes, 16 de noviembre de 2010
viernes, 12 de noviembre de 2010
martes, 9 de noviembre de 2010
sábado, 6 de noviembre de 2010
Amigo mío
Amigo mío: yo no soy lo que parezco. La apariencia es sólo una túnica que visto, una túnica de tejido muy cuidado que me protege a mí de tus preguntas, y a ti, de mi negligencia.
El "yo" que habita en mí, amigo mío, habita la casa del silencio, y en ella permanecerá por siempre desapercibido, inabordable.
No haré que creas en lo que digo ni que confíes en lo que hago: mis palabras no son sino tus pensamientos convertidos en sonidos y mis hechos, tus esperanzas concretadas en actos.
Cuando dices: «El viento sopla hacia el este», yo digo: «Por supuesto, claro que sopla hacia el este». Pues no quisiera hacerte saber que mi mente no se ocupa del viento sino del mar.
El "yo" que habita en mí, amigo mío, habita la casa del silencio, y en ella permanecerá por siempre desapercibido, inabordable.
No haré que creas en lo que digo ni que confíes en lo que hago: mis palabras no son sino tus pensamientos convertidos en sonidos y mis hechos, tus esperanzas concretadas en actos.
Cuando dices: «El viento sopla hacia el este», yo digo: «Por supuesto, claro que sopla hacia el este». Pues no quisiera hacerte saber que mi mente no se ocupa del viento sino del mar.
Tú no puedes comprender mis pensamientos, hijos de la mar, ni yo quisiera hacértelos comprender. Quiero estar a solas con el mar.
Cuando el día está contigo, amigo mío, la noche está conmigo; y, sin embargo, yo hablo del mediodía que baila sobre las colinas, y de la purpúrea sombra que se escabulle por el valle; porque tú no puedes oír las canciones de mi oscuridad ni ver batirse mis alas junto a las estrellas. Y mi deseo es que ni oigas ni veas lo que yace en mí. Quiero estar a solas con la noche.
Cuando asciendes a tu Cielo, yo desciendo a mi Infierno; aún entonces tú me llamas a través del abismo sin puente: «Mi compañero, mi camarada»; y yo te respondo: «Mi camarada, mi compañero», porque no quiero mostrarte mi Infierno. La llama quemaría tu vista y el humo te asfixiaría. Y yo amo a mi Infierno demasiado como para que lo visites. Quiero estar solo en el Infierno.
Tú amas la Verdad, la Belleza y la Justicia, y yo, por complacerte, asiento y parezco amar todo eso. Pero en mi corazón me burlo de ese amor. Mas no te dejaré ver mi risa. Reiré a solas.
Amigo mío, tú eres bueno y cauteloso y sabio; más aún, tú eres perfecto... y yo también cuando hablo contigo, lo hago sabia y cautelosamente. Y, sin embargo, soy loco. Pero enmascaro mi locura. La quiero para mí solo.
Amigo mío, tú no eres mi amigo; pero ¿cómo lograré hacértelo entender? Mi sendero no es tu sendero y, no obstante, caminamos juntos, tomados de la mano.
viernes, 15 de octubre de 2010
El último viaje del buque fantasma
Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como una palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las aspas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el trasatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracads de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarrayas en primaveras de esponjas, los pargos rosados y las corvinas azules zambulléndose en lo pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, niño muerto, y sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos brocados de catafaclo de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes de que tiraran en el mar la poltrona asesina, muy lejos, donde no le hiciera mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultada de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burlo´de los negros holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la entrada de la bahía con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubiera muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos de buey, y sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora de que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámparaa del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alamar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces de encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de alta mar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque ahora sí van saber quién soy yo, y siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la ilusión, y todavía el trasatlántico iba destrás de él, siguiéndolo con todo lo que llevaba adentro, su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orillas, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido, y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes de que el tremendo caso de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorrenado por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.
Gabriel García Márquez
lunes, 20 de septiembre de 2010
viernes, 10 de septiembre de 2010
I am incomplete
All consistent axiomatic formulations of number theory include undecidable propositions...
Gödel showed that provability is a weaker notion than truth, no matter what axiom system is involved...
How can you figure out if you are sane?... Once you begin to question your own sanity, you get trapped in an ever-tighter vortex of self-fulfilling prophecies, though the process is by no means inevitable. Everyone knows that the insane interpret the world via their own peculiarly consistent logic; how can you tell if your own logic is "peculiar' or not, given that you have only your own logic to judge itself? I don't see any answer. I am reminded of Gödel's second theorem, which implies that the only versions of formal number theory which assert their own consistency are inconsistent.
The other metaphorical analogue to Gödel's Theorem which I find provocative suggests that ultimately, we cannot understand our own mind/brains... Just as we cannot see our faces with our own eyes, is it not inconceivable to expect that we cannot mirror our complete mental structures in the symbols which carry them out? All the limitative theorems of mathematics and the theory of computation suggest that once the ability to represent your own structure has reached a certain critical point, that is the kiss of death: it guarantees that you can never represent yourself totally.
Gödel showed that provability is a weaker notion than truth, no matter what axiom system is involved...
How can you figure out if you are sane?... Once you begin to question your own sanity, you get trapped in an ever-tighter vortex of self-fulfilling prophecies, though the process is by no means inevitable. Everyone knows that the insane interpret the world via their own peculiarly consistent logic; how can you tell if your own logic is "peculiar' or not, given that you have only your own logic to judge itself? I don't see any answer. I am reminded of Gödel's second theorem, which implies that the only versions of formal number theory which assert their own consistency are inconsistent.
The other metaphorical analogue to Gödel's Theorem which I find provocative suggests that ultimately, we cannot understand our own mind/brains... Just as we cannot see our faces with our own eyes, is it not inconceivable to expect that we cannot mirror our complete mental structures in the symbols which carry them out? All the limitative theorems of mathematics and the theory of computation suggest that once the ability to represent your own structure has reached a certain critical point, that is the kiss of death: it guarantees that you can never represent yourself totally.
lunes, 30 de agosto de 2010
miércoles, 25 de agosto de 2010
domingo, 15 de agosto de 2010
lunes, 26 de julio de 2010
miércoles, 7 de julio de 2010
Ambipolar phenomenon
@ charge neutrality - the behaviour of the excess majority carriers is determined by the minority carrier parameters.
(semiconductor physics.)
(semiconductor physics.)
domingo, 4 de julio de 2010
miércoles, 19 de mayo de 2010
jueves, 13 de mayo de 2010
L
El niño era pequeño y delicado. Era como yo pero en miniatura, delgado, rosado, blanco, frágil. No abría los ojos pero hacía gestos, y movía a pocos sus brazos y sus piernas que rara vez se estiraban.
Parecía que apenas hubiera abandonado la quietud de la posición fetal y empezara a soltarse y liberar esa flexibilidad que tiene adentro. Los movimientos no tienen sentido, mueve y estira, hacia arriba, hacia su estómago, luego hacia los lados, mientras sube las piernas y de repente hace una mueca como si ya casi fuera a llorar pero no lo hace, inmediatamente se relaja y vuelve a la calma.
Reviso mis manos recién lavadas y miro las puertillas de la incubadora. Todo a mi alrededor parece ser de un ambiente experto, de cosa de todos los días, la enfermera en el escritorio, la música suave, un caminante de bata verde en el pasillo, como yo, que a pesar de mi cara de jovencillo, mi expresión asustada y mis miradas inapropiadas, me respetan. Me dejan solo en el momento.
Lo olvido todo y abro la puertecilla, y me siento ya en una posición diferente. He abierto la puerta a la sensibilidad, en donde ya ho nay mirilla que proteja, ni calor que permanezca para siempre. Se me aceleran las palpitaciones y trato de olvidar cuán estéril puedo estar, cuán estéril es el aire a mi alrededor y sumerjo mi mano en ese pequeño cuarto temperado y se me contraen los cachetes como cuando siento que me enternezco.
Lo toco delicadamente y le digo sin articular una palabra "Hola amigo, te quiero". Se me concentran los químicos cerca de mis ojos y siento ganas de llorar. Sólo lo toco suavemente y le agarro su manita y le sigo dando la bienvenida como si el pequeño fuera el rey de un planeta apenas descubierto.
Ahora él me conoce y siente mi presencia y yo me siento más que impresionado. Estoy tratando de darle calor humano, compañía y mucho cariño cuando pocas veces los he intentado. Ante un recién nacido los recursos son menos numerosos, pero no menos ricos. No siento ganas de hablarle, y nos comunicamos con un primitivo tacto y nos transferimos energía.
Siento sus dedos frágiles, lo dejo a él también moverse, identificar una nueva realidad, sientos sus piececitos con suavidad y se sienten muy delicados. Su estómago descubierto respirta y también lo toco suavemente para que la experiencia le resulte más interesante. Vuelvo a su mano izquierda y le hablo, luego a su mano derecha y seguimos conversando. Con el exterior de mis dedos ahora rozo su cachete y ahora le prometo juegos y cosas divertidas. Él, por su parte, me hace un gesto como diciéndome que aún es muy temprano.
Sí, me corregí, y seguimos entablando conversación, ahora hablamos acerca de sus pulmones, de Dios y de todo lo fantástico y real que espera cuando pueda disfrutar de la temperatura ambiente.
Por cierto, le comenté que esa temperatura cambia, y que se calienta, y luego se enfría, pero que esa dinámica es parte de la magia. Entonces nos fosilizamos y estuvimos un rato quietos. Quizás él, me pareció, a punto de dormirse.
Una vez más miro alrededor y aún respetan mi espacio, sigo sólo con el bebé. Me pregunto que sentirá, en que pensará, como estará procesando su encuentro.
Dejo pasar los minutos y siento un aire de responsabilidad, de amigo mayor. Me despido del que ya habían bautizado un león y le digo que volveré, porque somos amigos. Le digo que en cuanto pueda voy a cuidar de su familia.
Dicen que el amor en demasía es como el vino, que hace perder la Razón. Ese día le prometí algo poco razonable, que no tiene sentido prometer porque no es en realidad una promesa, pero ahí mismo le dejé sentir que quería que fuera feliz. No se por qué, pero lo hice.
Cerré la puerta, y de nuevo el aire de amigo mayor me hizo revisar dos veces que quedara bien cerrada, acomodé mis brazos y la bata que cubría y lo observé un rato más.
Afuera me esperaban su hermana y su mamá. ¿Qué cara poner después de tanta intensidad?
Ese día me sentí como un niño, que empieza sólo haciendo circular su sangre y reproduciendo células y que con el pasar del tiempo he llegado a ser lo que soy ahora. Todavía saliendo de mis impresiones fetales, me doy cuenta que todavía me estoy flexibilizando, moviendo algunas partes de mi ser sin un sentido específico. Esos días solo dejé el tiempo pasar y lo vivía junto a esta familia resurgiente.
Aún hoy no lo comprendo, pero recuerdo que esos días fueron especiales.
Parecía que apenas hubiera abandonado la quietud de la posición fetal y empezara a soltarse y liberar esa flexibilidad que tiene adentro. Los movimientos no tienen sentido, mueve y estira, hacia arriba, hacia su estómago, luego hacia los lados, mientras sube las piernas y de repente hace una mueca como si ya casi fuera a llorar pero no lo hace, inmediatamente se relaja y vuelve a la calma.
Reviso mis manos recién lavadas y miro las puertillas de la incubadora. Todo a mi alrededor parece ser de un ambiente experto, de cosa de todos los días, la enfermera en el escritorio, la música suave, un caminante de bata verde en el pasillo, como yo, que a pesar de mi cara de jovencillo, mi expresión asustada y mis miradas inapropiadas, me respetan. Me dejan solo en el momento.
Lo olvido todo y abro la puertecilla, y me siento ya en una posición diferente. He abierto la puerta a la sensibilidad, en donde ya ho nay mirilla que proteja, ni calor que permanezca para siempre. Se me aceleran las palpitaciones y trato de olvidar cuán estéril puedo estar, cuán estéril es el aire a mi alrededor y sumerjo mi mano en ese pequeño cuarto temperado y se me contraen los cachetes como cuando siento que me enternezco.
Lo toco delicadamente y le digo sin articular una palabra "Hola amigo, te quiero". Se me concentran los químicos cerca de mis ojos y siento ganas de llorar. Sólo lo toco suavemente y le agarro su manita y le sigo dando la bienvenida como si el pequeño fuera el rey de un planeta apenas descubierto.
Ahora él me conoce y siente mi presencia y yo me siento más que impresionado. Estoy tratando de darle calor humano, compañía y mucho cariño cuando pocas veces los he intentado. Ante un recién nacido los recursos son menos numerosos, pero no menos ricos. No siento ganas de hablarle, y nos comunicamos con un primitivo tacto y nos transferimos energía.
Siento sus dedos frágiles, lo dejo a él también moverse, identificar una nueva realidad, sientos sus piececitos con suavidad y se sienten muy delicados. Su estómago descubierto respirta y también lo toco suavemente para que la experiencia le resulte más interesante. Vuelvo a su mano izquierda y le hablo, luego a su mano derecha y seguimos conversando. Con el exterior de mis dedos ahora rozo su cachete y ahora le prometo juegos y cosas divertidas. Él, por su parte, me hace un gesto como diciéndome que aún es muy temprano.
Sí, me corregí, y seguimos entablando conversación, ahora hablamos acerca de sus pulmones, de Dios y de todo lo fantástico y real que espera cuando pueda disfrutar de la temperatura ambiente.
Por cierto, le comenté que esa temperatura cambia, y que se calienta, y luego se enfría, pero que esa dinámica es parte de la magia. Entonces nos fosilizamos y estuvimos un rato quietos. Quizás él, me pareció, a punto de dormirse.
Una vez más miro alrededor y aún respetan mi espacio, sigo sólo con el bebé. Me pregunto que sentirá, en que pensará, como estará procesando su encuentro.
Dejo pasar los minutos y siento un aire de responsabilidad, de amigo mayor. Me despido del que ya habían bautizado un león y le digo que volveré, porque somos amigos. Le digo que en cuanto pueda voy a cuidar de su familia.
Dicen que el amor en demasía es como el vino, que hace perder la Razón. Ese día le prometí algo poco razonable, que no tiene sentido prometer porque no es en realidad una promesa, pero ahí mismo le dejé sentir que quería que fuera feliz. No se por qué, pero lo hice.
Cerré la puerta, y de nuevo el aire de amigo mayor me hizo revisar dos veces que quedara bien cerrada, acomodé mis brazos y la bata que cubría y lo observé un rato más.
Afuera me esperaban su hermana y su mamá. ¿Qué cara poner después de tanta intensidad?
Ese día me sentí como un niño, que empieza sólo haciendo circular su sangre y reproduciendo células y que con el pasar del tiempo he llegado a ser lo que soy ahora. Todavía saliendo de mis impresiones fetales, me doy cuenta que todavía me estoy flexibilizando, moviendo algunas partes de mi ser sin un sentido específico. Esos días solo dejé el tiempo pasar y lo vivía junto a esta familia resurgiente.
Aún hoy no lo comprendo, pero recuerdo que esos días fueron especiales.
sábado, 8 de mayo de 2010
miércoles, 5 de mayo de 2010
sábado, 1 de mayo de 2010
miércoles, 28 de abril de 2010
Una salida hacia la literatura, el arte sin técnica.
Estuve yo muy ocupado en poner mi espíritu en orden, y hallaba que, como de costumbre, el instinto y la razón se hacían una guerra despiadada. El instinto decía: «Muere», pero la razón decía que aquello sólo era cortar las amarras del espíritu y perderlo con la libertad. Mejor era buscar alguna muerte mental, alguna lenta extenuación del cerebro que le hiciera caer debajo de aquellas perplejidades. Un accidente era más vil que una falta deliberada. Y, si yo no vacilaba en arriesgar mi vida, ¿por qué preocuparme de enlodarla? Con todo, vida y honor parecían hallarse en diferentes planos, y no ser realidades intercambiables.
¿O era honor como las hojas de Sibila, en las que cuanto más fuese lo perdido, tanto más precioso sería lo poco dejado? ¿Iguala su parte al todo? Mi secreto conmigo mismo no me permitía deslindar responsabilidades. Mis orgías de trabajo físico terminaban con el deseo vehemente de más labor, en tanto que la sempiterna duda, el preguntar eterno, arrastraba a mi espíritu en un vertiginoso remolino y no me dejaba tiempo para pensar.
Por fin.
¿O era honor como las hojas de Sibila, en las que cuanto más fuese lo perdido, tanto más precioso sería lo poco dejado? ¿Iguala su parte al todo? Mi secreto conmigo mismo no me permitía deslindar responsabilidades. Mis orgías de trabajo físico terminaban con el deseo vehemente de más labor, en tanto que la sempiterna duda, el preguntar eterno, arrastraba a mi espíritu en un vertiginoso remolino y no me dejaba tiempo para pensar.
Por fin.
viernes, 16 de abril de 2010
martes, 13 de abril de 2010
2 T: Ternura
Ternura es un berrinche. Es saberse uno desde afuera, pero con la capacidad de comprender que lo que está ahí, de frente, es uno mismo, tiempo atrás. Atrás cuando se tiraba uno al piso, llorando falso por un capricho. Ternura es verlo superado, y verse uno sumergido en algún recuerdo que despierta una química que le arruga a uno la cara y le hace flexionar las manos, quizás erizar el cabello y que se acaba cuando caemos en la cuenta que no perdura. Es congelarlo en ese “aaayyyy vea que cuadro más tieerno” como dice mi tía, y colgar a ese par de perros acurrucados en la pared de los recuerdos, la pared de las ternuras fugaces que invaden el olfato y que si triste, dan ganas de llorar, y si feliz, de sonreír, y si desprevenido, de enamorarse. La ternura es tranquila, lenta, y gusta de atrasar a los que la encuentran.
1 T: Tinto
¡Batállame! eso debí haberte dicho, ¡Batállame! eso debiste haberme exigido. Ignorábamos entonces el miedo, los celos, la cobardía, ignorábamos el remordimiento que vendría con cada día, con cada cosa que nos hiciera pensarnos. Ignorabamos que las palabras y las lagrimas sobran, no asi, los besos...¡Batállame! te pido ahora, que ya no tienes armas, ahora que ya gané tu olvido, ahora que tengo el corazón hecho pedazos, ahora, que goteo tu nombre cada vez que abro la boca. Te miras por dentro y vez que la culpa negligencia por no saber calcular las consecuencias y los pesares también se transforman. El vicio de los actos, es condicion sine qua non de la llaga en el pecho y no te duele lo que perdiste, pero tampoco quieres aceptar que no tienes ya nada. Hasta el pasado se puede cambiar (dijo Sartre) pero no estas tan convencido. Cambiar lo que hiciste, no quieres, pero darias tu vida por trasladar lo que tuviste en el tiempo hasta el momento perfecto donde los seres se deciden y se juran amor eterno aun con lagrimas negras y olvidos olvidados. Las pupas de mariposa en el jardin de esa vida mueren y no hay nada peor que cargar en el cuerpo con la muerte de inocentes. Extendiendo la mano pido otra copa de vino, bien sabes que si pudiera no tomaria otra cosa. Tinto, el corazon ha tomado otro rumbo y yo, beduina al sol me desarmo con cada salto. ¡Maldita quimera! de quererme de nuevo contigo, de rayar las paredes de las calles, todas, esperando que me leas. Si supieras cuanto te quise no dudarias en saltar de lo alto de una torre, no por imitarme,solo para saber si te has equivocado. Dejando de amar te ahogas y bien sabes que no hay segundas partes en que el sonido exacto se repita, menos aun colores que se copien entre si. Te conformas con recordar imagenes bañadas en el te de una memoria que falla y no somos ni siquiera amigos dejandose tentar por la curiosidad de un vertigo que encamela. El dolor, tanto tiempo mudo, ahora es un políglota que no se calla ni un día. Con su bla bla te restriega en la cara el anacronismo de haberte dejado devorar por una sabandija madrigalista que no probaba bocado. ¡Batallame! repito, que todavia no sabes si el pesar que queda despues de ejecutar una mala accion seguira golpeandote la cara. Así se pasa la vida, pensando en aquello que esgrime, aturde, enloquece y que finalmente no es mas que un jóven manos de tijeras que bien podría hacer que el mundo se haga mierda. Sed, sed, sed, sed, de borrar lo que se haya hecho, no para repetirlo, sino para poder acabar con el recuerdo que ultraja todo lo nuevo. Si vuelvo alguna vez a quererte, si vuelves alguna vez a servirte de mi plato olvidate de culteranismos, que la belleza no esta en los finales. Ahora, gozando como siempre del momento miras a tu alrededor y todo se te vuelve mustio, apagado, poco inspirados, da asco incluso soñar con fluorescentes que destellan. Da asco, si cuando despiertas sabes que no obtendras nada. No hay nada peor que haber probado lo puro y luego compararlo con la blasfemia que ni siquiera escarcha. Da asco soñar con esperanza, porque anoche en mi sueño miré para atrás....y venías. Hoy, soltando las amarras duermo, y duermes para callar los gritos que llenas de mariposas las bocas. Y un dia te despiertas y descubres que la felicidad era algo muy simple......y era felicidad, y era bello y era simple...y lo tenias...existimos, y nos habiamos encontrado, lo demas ¿que importaba?
Claudia Morales.
viernes, 9 de abril de 2010
Disciplina
En el Ejército Regular Árabe no había ningún poder sancionador. Esta diferencia vital se revelaba inmediatamente en todas nuestras tropas. Carecía de la formalidad de la disciplina y no había ninguna subordinación. El servicio era activo, el ataque, siempre inminente y, de modo parecido al ejército de Italia, los hombres reconocían el deber de derrotar al enemigo. Por lo demás, no eran soldados, sino peregrinos que procuraban siempre ir un poco más allá.
Yo no estaba descontento con tal estado de las cosas, pues me había parecido que la disciplina -o, cuando menos, la disciplina formal- era una virtud de paz; un carácter de troquel que distinguía al soldado del hombre completo y que deshumanizaba al individuo. Fácilmente se resolvía en lo restrictivo, en el sentido de que los hombres dejaran de hacer esto o aquello, y por eso podía ser alentada por una norma lo suficientemente severa como para hacerles desesperar de la desobediencia. Era un proceso de la masa, un elemento de la muchedumbre impersonal, inaplicable a un hombre singular por cuanto implicaba la obediencia y una dualidad volitiva. La disciplina no exigía a los hombres que secundaran activamente la voluntad del jefe, pues entonces habría habido -como ocurría en el Ejército Árabe y entre los irregulares- esa causa momentánea para la transmisión o la similación del pensamiento, ese tiempo durante el que los nervios transforma en acto la voluntad privada que se les imparte. Por el contrario, todo ejército regular arrancaba diligentemente a la voz de mando, como si la fuerza motriz de las voluntades individuales formara parte del sistema.
Eso estaba bien en tanto que aumentaba la rapidez; pero no preveía la caída de los jefes, ni iba más allá de la poco fundada suposición según la cual cada subordinado no tiene atrofiado el motor de su voluntad, sino que lo mantiene en perfecto orden, listo para ocupar el puesto del superior caído: y que la eficacia de la dirección desciende suavemente la escala de la gran jerarquía hasta quedar en posesión del mayor de los dos soldados rasos sobrevivientes.
Considerando la envidia humana, semejante teoría ofrecía, además, el inconveniente de entregar el poder a una ancianidad arbitraria, con su actividad petulante, y corrompida, además, por la larga costumbre del dominio, complacencia que arruinaba a la víctima causando la muerte de su mundo subjetivo. Pertenecía también a mi idiosincracia desconfiar del instinto, que hunde sus raíces en nuestra animalidad. Me parecía que la razón otorga a los hombres algo deliberadamente más precioso que el temor o el dolor, y eso me hacía desestimar el valor del atildamiento de la paz como educación para la guerra.
Pues, con la guerra, sobrevenía al soldado un cambio sutil. La disciplina le modificaba, le soportaba, e, incluso, le absorbía el ansia de luchar. Esta ansia era la que conseguía la victoria en el sentido moral y, con frecuencia, en el sentido físico del combate. La guerra se componía de crisis de intenso esfuerzo. Por razones psicológicas, los jefes deseaban la menor duración de este esfuerzo máximo, no porque los hombres no intentaran hacerlo -habitualmente seguían adelante hasta caer-, sino porque cada uno de tales esfuerzos debilitaba sus restantes fuerzas. Las vehemencias de esta clase son de carácter nervioso y, cuando se manifiestan en una elevada proporción, desgarran la carne y el espíritu.
Despertar la excitación bélica para la creación de un espíritu militar en tiempos de paz sería peligroso, tan peligroso como estimular con demasiada anticipación a un atleta. Por consiguiente, la disciplina, con su concomitante elegancia -palabra sospechosa, que implica restricción y dolor-, fue inventada para substituirla. El Ejército Árabe, nacido y criado en la línea de fuego, no había conocido jamás hábitos de paz y no se enfrentó, hasta el armisticio, con los problemas de su sostenimiento. Entonces si, el fracaso fue rotundo.
Yo no estaba descontento con tal estado de las cosas, pues me había parecido que la disciplina -o, cuando menos, la disciplina formal- era una virtud de paz; un carácter de troquel que distinguía al soldado del hombre completo y que deshumanizaba al individuo. Fácilmente se resolvía en lo restrictivo, en el sentido de que los hombres dejaran de hacer esto o aquello, y por eso podía ser alentada por una norma lo suficientemente severa como para hacerles desesperar de la desobediencia. Era un proceso de la masa, un elemento de la muchedumbre impersonal, inaplicable a un hombre singular por cuanto implicaba la obediencia y una dualidad volitiva. La disciplina no exigía a los hombres que secundaran activamente la voluntad del jefe, pues entonces habría habido -como ocurría en el Ejército Árabe y entre los irregulares- esa causa momentánea para la transmisión o la similación del pensamiento, ese tiempo durante el que los nervios transforma en acto la voluntad privada que se les imparte. Por el contrario, todo ejército regular arrancaba diligentemente a la voz de mando, como si la fuerza motriz de las voluntades individuales formara parte del sistema.
Eso estaba bien en tanto que aumentaba la rapidez; pero no preveía la caída de los jefes, ni iba más allá de la poco fundada suposición según la cual cada subordinado no tiene atrofiado el motor de su voluntad, sino que lo mantiene en perfecto orden, listo para ocupar el puesto del superior caído: y que la eficacia de la dirección desciende suavemente la escala de la gran jerarquía hasta quedar en posesión del mayor de los dos soldados rasos sobrevivientes.
Considerando la envidia humana, semejante teoría ofrecía, además, el inconveniente de entregar el poder a una ancianidad arbitraria, con su actividad petulante, y corrompida, además, por la larga costumbre del dominio, complacencia que arruinaba a la víctima causando la muerte de su mundo subjetivo. Pertenecía también a mi idiosincracia desconfiar del instinto, que hunde sus raíces en nuestra animalidad. Me parecía que la razón otorga a los hombres algo deliberadamente más precioso que el temor o el dolor, y eso me hacía desestimar el valor del atildamiento de la paz como educación para la guerra.
Pues, con la guerra, sobrevenía al soldado un cambio sutil. La disciplina le modificaba, le soportaba, e, incluso, le absorbía el ansia de luchar. Esta ansia era la que conseguía la victoria en el sentido moral y, con frecuencia, en el sentido físico del combate. La guerra se componía de crisis de intenso esfuerzo. Por razones psicológicas, los jefes deseaban la menor duración de este esfuerzo máximo, no porque los hombres no intentaran hacerlo -habitualmente seguían adelante hasta caer-, sino porque cada uno de tales esfuerzos debilitaba sus restantes fuerzas. Las vehemencias de esta clase son de carácter nervioso y, cuando se manifiestan en una elevada proporción, desgarran la carne y el espíritu.
Despertar la excitación bélica para la creación de un espíritu militar en tiempos de paz sería peligroso, tan peligroso como estimular con demasiada anticipación a un atleta. Por consiguiente, la disciplina, con su concomitante elegancia -palabra sospechosa, que implica restricción y dolor-, fue inventada para substituirla. El Ejército Árabe, nacido y criado en la línea de fuego, no había conocido jamás hábitos de paz y no se enfrentó, hasta el armisticio, con los problemas de su sostenimiento. Entonces si, el fracaso fue rotundo.
lunes, 22 de marzo de 2010
lunes, 15 de febrero de 2010
exit music (for a film)
Hay un capital escondido dentro de un calendario quizá lunar, a lo mejor, evaporó, a la par de una bella mapa que quiso conquistar, cuando iba por el sahara el calor pudo más..... le enseñó su fase lunar, y su brillante constelación, pero ah va a ser! para la bella mapa son solo imaginación, no tiene un por qué, tantos colores que nunca vio, el calendario se los mostró, pecoso, rosado, morado, de enero a diciembre pasó, y la mapa poca atención le prestó, ni un solo río encontró! pero no sabe ella que entre pared y pared, cuando se oculte el sol, y se apague la ultima luz, de su negra tez emergerá una fascinante alucinación, que solo se observa sin un yo, cuando esté entregada a la mirada, oscura pero profunda, de una noche tranquila, y una historia espacial, la señorita mapa una desdoblará, y observará su mundo desde otro punto, hacia el exterior, y su visión se transformará, sus puntos cardinales se quebrarán ante la agresividad de la polar.. al calendario..... su mejor amigo le dirá, cuando conozca la inmensidad, juntos, no la entenderán, pero con los brazos extendidos le atraparán, le inventarán una palabra, quizás, "mar", pero será solo una reducción de su vida, de su estadía, de su gravedad, la inmensidad, será, a partir de ahora, la que transformará, la partícula en dios, espejismo en noche, brisa en palabra, caverna en foto, lienzo en pared, humano rostro en zebra de planetario... tiene que ser, discutieron, que la inmensidad, sin teorías, solo el universo la sabe mostrar.....
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