viernes, 9 de abril de 2010

Disciplina

En el Ejército Regular Árabe no había ningún poder sancionador. Esta diferencia vital se revelaba inmediatamente en todas nuestras tropas. Carecía de la formalidad de la disciplina y no había ninguna subordinación. El servicio era activo, el ataque, siempre inminente y, de modo parecido al ejército de Italia, los hombres reconocían el deber de derrotar al enemigo. Por lo demás, no eran soldados, sino peregrinos que procuraban siempre ir un poco más allá.

Yo no estaba descontento con tal estado de las cosas, pues me había parecido que la disciplina -o, cuando menos, la disciplina formal- era una virtud de paz; un carácter de troquel que distinguía al soldado del hombre completo y que deshumanizaba al individuo. Fácilmente se resolvía en lo restrictivo, en el sentido de que los hombres dejaran de hacer esto o aquello, y por eso podía ser alentada por una norma lo suficientemente severa como para hacerles desesperar de la desobediencia. Era un proceso de la masa, un elemento de la muchedumbre impersonal, inaplicable a un hombre singular por cuanto implicaba la obediencia y una dualidad volitiva. La disciplina no exigía a los hombres que secundaran activamente la voluntad del jefe, pues entonces habría habido -como ocurría en el Ejército Árabe y entre los irregulares- esa causa momentánea para la transmisión o la similación del pensamiento, ese tiempo durante el que los nervios transforma en acto la voluntad privada que se les imparte. Por el contrario, todo ejército regular arrancaba diligentemente a la voz de mando, como si la fuerza motriz de las voluntades individuales formara parte del sistema.

Eso estaba bien en tanto que aumentaba la rapidez; pero no preveía la caída de los jefes, ni iba más allá de la poco fundada suposición según la cual cada subordinado no tiene atrofiado el motor de su voluntad, sino que lo mantiene en perfecto orden, listo para ocupar el puesto del superior caído: y que la eficacia de la dirección desciende suavemente la escala de la gran jerarquía hasta quedar en posesión del mayor de los dos soldados rasos sobrevivientes.

Considerando la envidia humana, semejante teoría ofrecía, además, el inconveniente de entregar el poder a una ancianidad arbitraria, con su actividad petulante, y corrompida, además, por la larga costumbre del dominio, complacencia que arruinaba a la víctima causando la muerte de su mundo subjetivo. Pertenecía también a mi idiosincracia desconfiar del instinto, que hunde sus raíces en nuestra animalidad. Me parecía que la razón otorga a los hombres algo deliberadamente más precioso que el temor o el dolor, y eso me hacía desestimar el valor del atildamiento de la paz como educación para la guerra.

Pues, con la guerra, sobrevenía al soldado un cambio sutil. La disciplina le modificaba, le soportaba, e, incluso, le absorbía el ansia de luchar. Esta ansia era la que conseguía la victoria en el sentido moral y, con frecuencia, en el sentido físico del combate. La guerra se componía de crisis de intenso esfuerzo. Por razones psicológicas, los jefes deseaban la menor duración de este esfuerzo máximo, no porque los hombres no intentaran hacerlo -habitualmente seguían adelante hasta caer-, sino porque cada uno de tales esfuerzos debilitaba sus restantes fuerzas. Las vehemencias de esta clase son de carácter nervioso y, cuando se manifiestan en una elevada proporción, desgarran la carne y el espíritu.

Despertar la excitación bélica para la creación de un espíritu militar en tiempos de paz sería peligroso, tan peligroso como estimular con demasiada anticipación a un atleta. Por consiguiente, la disciplina, con su concomitante elegancia -palabra sospechosa, que implica restricción y dolor-, fue inventada para substituirla. El Ejército Árabe, nacido y criado en la línea de fuego, no había conocido jamás hábitos de paz y no se enfrentó, hasta el armisticio, con los problemas de su sostenimiento. Entonces si, el fracaso fue rotundo.

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