Estuve yo muy ocupado en poner mi espíritu en orden, y hallaba que, como de costumbre, el instinto y la razón se hacían una guerra despiadada. El instinto decía: «Muere», pero la razón decía que aquello sólo era cortar las amarras del espíritu y perderlo con la libertad. Mejor era buscar alguna muerte mental, alguna lenta extenuación del cerebro que le hiciera caer debajo de aquellas perplejidades. Un accidente era más vil que una falta deliberada. Y, si yo no vacilaba en arriesgar mi vida, ¿por qué preocuparme de enlodarla? Con todo, vida y honor parecían hallarse en diferentes planos, y no ser realidades intercambiables.
¿O era honor como las hojas de Sibila, en las que cuanto más fuese lo perdido, tanto más precioso sería lo poco dejado? ¿Iguala su parte al todo? Mi secreto conmigo mismo no me permitía deslindar responsabilidades. Mis orgías de trabajo físico terminaban con el deseo vehemente de más labor, en tanto que la sempiterna duda, el preguntar eterno, arrastraba a mi espíritu en un vertiginoso remolino y no me dejaba tiempo para pensar.
Por fin.
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