Tres días después de nacer, mientras descansaba en mi cuna forrada en seda, contemplando atónito el nuevo mundo que me rodeaba, mi madre le preguntó a la nodriza: "¿Cómo está mi hijo?".
Y la nodriza respondió: "Bien, señora, lo alimenté tres veces, y nunca antes había visto a un recién nacido tan alegre".
Y yo, indignado, lloraba: "No es verdad, madre; mi cama es dura y la leche amarga mi boca, el olor fétido del pecho repugna a mi nariz y soy sumamente desdichado".
Mas, ni mi madre ni la nodriza comprendieron mi lenguaje porque era del mundo del que yo provenía.
Al cumplir veintiún días de vida, fui bautizado, y el sacerdote dijo a mi madre: "Debe sentirse muy feliz, señora, de que su hijo haya nacido cristiano".
Sorprendido, dije al sacerdote: "Entonces tu madre en el Cielo debe sentirse infeliz porque tú tampoco naciste cristiano".
Pero el sacerdote no comprendió mi lenguaje.
Y después de siete lunas, un adivino, mirándome, dijo a mi madre: "Tu hijo será un estadista y un gran líder que atraerá a multitudes".
Más yo grité: "Falsa es la profecía, yo seré músico y ninguna otra cosa, excepto músico".
Pero aún a esa edad, mi lenguaje no se entendió... y grande fue mi sorpresa.
Y después de treinta y tres años, en el transcurso de los cuales mi madre, la nodriza y el sacerdote murieron (la sombra de Dios cubra sus espíritus) el adivino aún vivía. Ayer lo encontré junto a la entrada del templo y mientras conversábamos, dijo: "Siempre he sabido que te convertirías en un gran músico. Ya desde tu infancia lo profetizé".
Y yo le creí, pues ahora yo también he olvidado el lenguaje de aquel otro mundo.
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