Estuve yo muy ocupado en poner mi espíritu en orden, y hallaba que, como de costumbre, el instinto y la razón se hacían una guerra despiadada. El instinto decía: «Muere», pero la razón decía que aquello sólo era cortar las amarras del espíritu y perderlo con la libertad. Mejor era buscar alguna muerte mental, alguna lenta extenuación del cerebro que le hiciera caer debajo de aquellas perplejidades. Un accidente era más vil que una falta deliberada. Y, si yo no vacilaba en arriesgar mi vida, ¿por qué preocuparme de enlodarla? Con todo, vida y honor parecían hallarse en diferentes planos, y no ser realidades intercambiables.
¿O era honor como las hojas de Sibila, en las que cuanto más fuese lo perdido, tanto más precioso sería lo poco dejado? ¿Iguala su parte al todo? Mi secreto conmigo mismo no me permitía deslindar responsabilidades. Mis orgías de trabajo físico terminaban con el deseo vehemente de más labor, en tanto que la sempiterna duda, el preguntar eterno, arrastraba a mi espíritu en un vertiginoso remolino y no me dejaba tiempo para pensar.
Por fin.
miércoles, 28 de abril de 2010
viernes, 16 de abril de 2010
martes, 13 de abril de 2010
2 T: Ternura
Ternura es un berrinche. Es saberse uno desde afuera, pero con la capacidad de comprender que lo que está ahí, de frente, es uno mismo, tiempo atrás. Atrás cuando se tiraba uno al piso, llorando falso por un capricho. Ternura es verlo superado, y verse uno sumergido en algún recuerdo que despierta una química que le arruga a uno la cara y le hace flexionar las manos, quizás erizar el cabello y que se acaba cuando caemos en la cuenta que no perdura. Es congelarlo en ese “aaayyyy vea que cuadro más tieerno” como dice mi tía, y colgar a ese par de perros acurrucados en la pared de los recuerdos, la pared de las ternuras fugaces que invaden el olfato y que si triste, dan ganas de llorar, y si feliz, de sonreír, y si desprevenido, de enamorarse. La ternura es tranquila, lenta, y gusta de atrasar a los que la encuentran.
1 T: Tinto
¡Batállame! eso debí haberte dicho, ¡Batállame! eso debiste haberme exigido. Ignorábamos entonces el miedo, los celos, la cobardía, ignorábamos el remordimiento que vendría con cada día, con cada cosa que nos hiciera pensarnos. Ignorabamos que las palabras y las lagrimas sobran, no asi, los besos...¡Batállame! te pido ahora, que ya no tienes armas, ahora que ya gané tu olvido, ahora que tengo el corazón hecho pedazos, ahora, que goteo tu nombre cada vez que abro la boca. Te miras por dentro y vez que la culpa negligencia por no saber calcular las consecuencias y los pesares también se transforman. El vicio de los actos, es condicion sine qua non de la llaga en el pecho y no te duele lo que perdiste, pero tampoco quieres aceptar que no tienes ya nada. Hasta el pasado se puede cambiar (dijo Sartre) pero no estas tan convencido. Cambiar lo que hiciste, no quieres, pero darias tu vida por trasladar lo que tuviste en el tiempo hasta el momento perfecto donde los seres se deciden y se juran amor eterno aun con lagrimas negras y olvidos olvidados. Las pupas de mariposa en el jardin de esa vida mueren y no hay nada peor que cargar en el cuerpo con la muerte de inocentes. Extendiendo la mano pido otra copa de vino, bien sabes que si pudiera no tomaria otra cosa. Tinto, el corazon ha tomado otro rumbo y yo, beduina al sol me desarmo con cada salto. ¡Maldita quimera! de quererme de nuevo contigo, de rayar las paredes de las calles, todas, esperando que me leas. Si supieras cuanto te quise no dudarias en saltar de lo alto de una torre, no por imitarme,solo para saber si te has equivocado. Dejando de amar te ahogas y bien sabes que no hay segundas partes en que el sonido exacto se repita, menos aun colores que se copien entre si. Te conformas con recordar imagenes bañadas en el te de una memoria que falla y no somos ni siquiera amigos dejandose tentar por la curiosidad de un vertigo que encamela. El dolor, tanto tiempo mudo, ahora es un políglota que no se calla ni un día. Con su bla bla te restriega en la cara el anacronismo de haberte dejado devorar por una sabandija madrigalista que no probaba bocado. ¡Batallame! repito, que todavia no sabes si el pesar que queda despues de ejecutar una mala accion seguira golpeandote la cara. Así se pasa la vida, pensando en aquello que esgrime, aturde, enloquece y que finalmente no es mas que un jóven manos de tijeras que bien podría hacer que el mundo se haga mierda. Sed, sed, sed, sed, de borrar lo que se haya hecho, no para repetirlo, sino para poder acabar con el recuerdo que ultraja todo lo nuevo. Si vuelvo alguna vez a quererte, si vuelves alguna vez a servirte de mi plato olvidate de culteranismos, que la belleza no esta en los finales. Ahora, gozando como siempre del momento miras a tu alrededor y todo se te vuelve mustio, apagado, poco inspirados, da asco incluso soñar con fluorescentes que destellan. Da asco, si cuando despiertas sabes que no obtendras nada. No hay nada peor que haber probado lo puro y luego compararlo con la blasfemia que ni siquiera escarcha. Da asco soñar con esperanza, porque anoche en mi sueño miré para atrás....y venías. Hoy, soltando las amarras duermo, y duermes para callar los gritos que llenas de mariposas las bocas. Y un dia te despiertas y descubres que la felicidad era algo muy simple......y era felicidad, y era bello y era simple...y lo tenias...existimos, y nos habiamos encontrado, lo demas ¿que importaba?
Claudia Morales.
viernes, 9 de abril de 2010
Disciplina
En el Ejército Regular Árabe no había ningún poder sancionador. Esta diferencia vital se revelaba inmediatamente en todas nuestras tropas. Carecía de la formalidad de la disciplina y no había ninguna subordinación. El servicio era activo, el ataque, siempre inminente y, de modo parecido al ejército de Italia, los hombres reconocían el deber de derrotar al enemigo. Por lo demás, no eran soldados, sino peregrinos que procuraban siempre ir un poco más allá.
Yo no estaba descontento con tal estado de las cosas, pues me había parecido que la disciplina -o, cuando menos, la disciplina formal- era una virtud de paz; un carácter de troquel que distinguía al soldado del hombre completo y que deshumanizaba al individuo. Fácilmente se resolvía en lo restrictivo, en el sentido de que los hombres dejaran de hacer esto o aquello, y por eso podía ser alentada por una norma lo suficientemente severa como para hacerles desesperar de la desobediencia. Era un proceso de la masa, un elemento de la muchedumbre impersonal, inaplicable a un hombre singular por cuanto implicaba la obediencia y una dualidad volitiva. La disciplina no exigía a los hombres que secundaran activamente la voluntad del jefe, pues entonces habría habido -como ocurría en el Ejército Árabe y entre los irregulares- esa causa momentánea para la transmisión o la similación del pensamiento, ese tiempo durante el que los nervios transforma en acto la voluntad privada que se les imparte. Por el contrario, todo ejército regular arrancaba diligentemente a la voz de mando, como si la fuerza motriz de las voluntades individuales formara parte del sistema.
Eso estaba bien en tanto que aumentaba la rapidez; pero no preveía la caída de los jefes, ni iba más allá de la poco fundada suposición según la cual cada subordinado no tiene atrofiado el motor de su voluntad, sino que lo mantiene en perfecto orden, listo para ocupar el puesto del superior caído: y que la eficacia de la dirección desciende suavemente la escala de la gran jerarquía hasta quedar en posesión del mayor de los dos soldados rasos sobrevivientes.
Considerando la envidia humana, semejante teoría ofrecía, además, el inconveniente de entregar el poder a una ancianidad arbitraria, con su actividad petulante, y corrompida, además, por la larga costumbre del dominio, complacencia que arruinaba a la víctima causando la muerte de su mundo subjetivo. Pertenecía también a mi idiosincracia desconfiar del instinto, que hunde sus raíces en nuestra animalidad. Me parecía que la razón otorga a los hombres algo deliberadamente más precioso que el temor o el dolor, y eso me hacía desestimar el valor del atildamiento de la paz como educación para la guerra.
Pues, con la guerra, sobrevenía al soldado un cambio sutil. La disciplina le modificaba, le soportaba, e, incluso, le absorbía el ansia de luchar. Esta ansia era la que conseguía la victoria en el sentido moral y, con frecuencia, en el sentido físico del combate. La guerra se componía de crisis de intenso esfuerzo. Por razones psicológicas, los jefes deseaban la menor duración de este esfuerzo máximo, no porque los hombres no intentaran hacerlo -habitualmente seguían adelante hasta caer-, sino porque cada uno de tales esfuerzos debilitaba sus restantes fuerzas. Las vehemencias de esta clase son de carácter nervioso y, cuando se manifiestan en una elevada proporción, desgarran la carne y el espíritu.
Despertar la excitación bélica para la creación de un espíritu militar en tiempos de paz sería peligroso, tan peligroso como estimular con demasiada anticipación a un atleta. Por consiguiente, la disciplina, con su concomitante elegancia -palabra sospechosa, que implica restricción y dolor-, fue inventada para substituirla. El Ejército Árabe, nacido y criado en la línea de fuego, no había conocido jamás hábitos de paz y no se enfrentó, hasta el armisticio, con los problemas de su sostenimiento. Entonces si, el fracaso fue rotundo.
Yo no estaba descontento con tal estado de las cosas, pues me había parecido que la disciplina -o, cuando menos, la disciplina formal- era una virtud de paz; un carácter de troquel que distinguía al soldado del hombre completo y que deshumanizaba al individuo. Fácilmente se resolvía en lo restrictivo, en el sentido de que los hombres dejaran de hacer esto o aquello, y por eso podía ser alentada por una norma lo suficientemente severa como para hacerles desesperar de la desobediencia. Era un proceso de la masa, un elemento de la muchedumbre impersonal, inaplicable a un hombre singular por cuanto implicaba la obediencia y una dualidad volitiva. La disciplina no exigía a los hombres que secundaran activamente la voluntad del jefe, pues entonces habría habido -como ocurría en el Ejército Árabe y entre los irregulares- esa causa momentánea para la transmisión o la similación del pensamiento, ese tiempo durante el que los nervios transforma en acto la voluntad privada que se les imparte. Por el contrario, todo ejército regular arrancaba diligentemente a la voz de mando, como si la fuerza motriz de las voluntades individuales formara parte del sistema.
Eso estaba bien en tanto que aumentaba la rapidez; pero no preveía la caída de los jefes, ni iba más allá de la poco fundada suposición según la cual cada subordinado no tiene atrofiado el motor de su voluntad, sino que lo mantiene en perfecto orden, listo para ocupar el puesto del superior caído: y que la eficacia de la dirección desciende suavemente la escala de la gran jerarquía hasta quedar en posesión del mayor de los dos soldados rasos sobrevivientes.
Considerando la envidia humana, semejante teoría ofrecía, además, el inconveniente de entregar el poder a una ancianidad arbitraria, con su actividad petulante, y corrompida, además, por la larga costumbre del dominio, complacencia que arruinaba a la víctima causando la muerte de su mundo subjetivo. Pertenecía también a mi idiosincracia desconfiar del instinto, que hunde sus raíces en nuestra animalidad. Me parecía que la razón otorga a los hombres algo deliberadamente más precioso que el temor o el dolor, y eso me hacía desestimar el valor del atildamiento de la paz como educación para la guerra.
Pues, con la guerra, sobrevenía al soldado un cambio sutil. La disciplina le modificaba, le soportaba, e, incluso, le absorbía el ansia de luchar. Esta ansia era la que conseguía la victoria en el sentido moral y, con frecuencia, en el sentido físico del combate. La guerra se componía de crisis de intenso esfuerzo. Por razones psicológicas, los jefes deseaban la menor duración de este esfuerzo máximo, no porque los hombres no intentaran hacerlo -habitualmente seguían adelante hasta caer-, sino porque cada uno de tales esfuerzos debilitaba sus restantes fuerzas. Las vehemencias de esta clase son de carácter nervioso y, cuando se manifiestan en una elevada proporción, desgarran la carne y el espíritu.
Despertar la excitación bélica para la creación de un espíritu militar en tiempos de paz sería peligroso, tan peligroso como estimular con demasiada anticipación a un atleta. Por consiguiente, la disciplina, con su concomitante elegancia -palabra sospechosa, que implica restricción y dolor-, fue inventada para substituirla. El Ejército Árabe, nacido y criado en la línea de fuego, no había conocido jamás hábitos de paz y no se enfrentó, hasta el armisticio, con los problemas de su sostenimiento. Entonces si, el fracaso fue rotundo.
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