domingo, 27 de septiembre de 2009

La idealidad de lo ideal

Abudlla y Zaagi les mandaban, bajo mi autoridad, con un salvajismo únicamente paliado por la facultad que tenía cada hombre de abandonar el servicio siempre que así lo solicitara. Sin embargo, sólo uno nos abandonó. Los demás, aunque eran adolescentes llenos de pasiones carnales, hombres tentados por aquella vida irregular, bien alimentados, entrenados y ricos, parecían santificar sus riesgos y sentirse apasionados por sus sufrimientos. Como en toda otra conducta, la servidumbre resultaba profundamente modificada en las almas orientales debido a su obsesión por la antítesis entre la carne y el espíritu. Estos mozos se complacían en la subordinación, en la degradación del cuerpo, pues eso otorgaba más relieve a la libertad dentro de la igualdad de las almas. Casi preferían, como algo más rico en experiencias, como algo que ligaba menos el alma a las preocupaciones cotidianas, la servidumbre a la autoridad.

Por consiguiente, la relación que existía en Arabia entre el amo y el subordinado era, a la vez, más libre y más rigurosa que la que había visto en cualquier otra parte. Los servidores temían la espada de la justicia y el látigo del mayordomo, no porque uno pudiera poner fin arbitrario a su existencia y el otro imprimir rojos ríos de dolor en sus costados, sino porque eran los símbolos y los medios a los que estaba ligada su obediencia. Gozaban con rebajarse, y con la libertad de permitirse prestar a su amo el último servicio y el último pedazo de su carne y de su sangre, porque sus espíritus coincidían con el suyo y el contrato era voluntario. Tal ilimitado compromiso descartaba la humillación, la lamentación y el descontento.

Empeñada su resistencia, constituía una ignominia para aquellos hombres no mostrarse a la altura del mandato a causa de la debilidad de los nervios o de la insuficiencia del coraje. El dolor era para ellos un disolvente, un catártico, casi una condecoración que se tiene derecho a ostentar, mientras se sobreviva a él. El temor, el más fuerte motivo para el hombre perezoso,se desvanecía en nosotros desde el instante en que surgía el amor a una causa, o a una persona. Para tal objeto, los sufrimientos eran desdeñables, y la lealtad se hacía consciente y no obediente. A él consagraban los hombre su ser, y, al poseerlo, no quedaba lugar para la virtud o el vicio. Jovialmente, lo nutrían de su propia existencia: le entregaban sus vidas y, más que eso, las vidas de sus compañeros, pues muchas veces es más duro ofrecer que soportar el sacrificio.

Para nuestra tensa mirada, el ideal, aceptado en común, parecía trascender lo personal, que hasta entonces había constituido nuestro patrón normal del mundo. ¿Apuntaba ese instinto a la feliz aceptación de nuestra absorción final en algún dechado en el que las discordancias individuales pudieran hallar un razonable e inevitable propósito? En todo caso, ese trascender toda flaqueza individual hacía del ideal algo pasajero. Su principio era la actividad, la cualidad primaria, ajena a nuestra estructura atómica, que solamente podíamos simular con el interminable desasosiego de la mente, del alma y del cuerpo. Así se desvanecía siempre la idealidad de lo ideal, dejando exhaustos a sus adoradores y revelando la falsedad de lo que habían perseguido.

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