martes, 4 de agosto de 2009

Batalla

Pertenecer al desierto era, como ellos sabían muy bien, estar predestinado a sostener una interminable batalla contra un enemigo que no era de este mundo, que no era la vida, ni nada, sino la esperanza misma; y el fracaso de nuestra libertad, que Dios había concedido a los hombres. Solamente podíamos ejercitar nuestra libertad no haciendo lo que estaba en nuestra mano hacer, pues entonces la vida nos pertenecía y la dominaríamos al despreciarla. La muerte aparecería como la mejor de nuestras obras, la última felicidad libre dentro de nuestras posibilidades y nuestra holganza final. Y, situados entres estos dos polos: la muerte y la vida o, si no se quería llegar tan lejos, la holganza y la subsistencia, rehuíriamos esta última, que era la sustancia de la vida, salvo en un grado tenue, y nos apegaríamos a la holganza. Con lo que acabaríamos por fomentar la abstención más que la acción. Podía haber algunos hombres no creativos, hombres cuya holganza era infructuosa, pero su actividad sería sólo material. Para dar a luz cosas inmateriales, cosas originales, hijas del espíritu y no de la carne, debíamos procurar pasar el tiempo o vencer las tribulaciones con el esfuerzo físico, pues, en la mayor parte de los hombres, el alma envejece mucho antes que el cuerpo. La humanidad no había conseguido nada con los ganapanes.

No podía haber honor en un éxito seguro, pero podía salvarse mucho de una derrota segura. La Omnipotencia y lo Infinito eran nuestros más dignos dos enemigos; en realidad, los únicos con los que un hombre cabal podría enfrentarse, pues eran monstruos forjados por su propio espíritu. En cambio, los enemigos más enconados eran los que permanecían en casa. Al luchar contra la Omnipotencia, el honor tenía el orgullo de desechar los pobres recursos de que disponíamos y de atreverse con Ella a mano limpia, para ser batido no sólo por la mayor capacidad, sino por la ventaja de unas mejores herramientas. Para el hombre perspicaz, el fracaso era el único objetivo. Debíamos creer a fondo que no había victoria, excepto la que consistía en hundirse en la muerte mientras se luchaba y se clamaba por el fracaso, pidiendo, en un exceso de desesperación, que la Omnipotencia nos propinara golpes aún más fuertes; que, con su mismo golpear, templase nuestros seres torturados convirtiéndolos en armas de su propia ruina.

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