domingo, 26 de julio de 2009

Oscura y profunda inmensidad

Foto: Adrián Arias / Colectivo Nómada

Hoy, me siento como un niño. El espectáculo de preguntas es infinito.

jueves, 23 de julio de 2009

La enfermedad de mi espíritu

Aguardamos aquel día y aquella noche. Al anocher, un escorpión surgió del arbusto junto al que había permanecido echado para anotar en mi diario la latitud del día, y, aferrándose a mi mano izquierda, me picó repetidas veces. El dolor del brazo hinchado me mantuvo despierto hasta el segundo amanecer, con alivio para mi sobrecargado espíritu, pues el cuerpo, cuando el fuego de tan superficial perjuicio sacudía los perezosos nervios, levantó clamor suficiente como para interrumpir las preguntas que me hacía a mi mismo.

No obstante, los dolores de este tipo jamás duraban el tiempo suficiente para curar la enfermedad de mi espíritu. Transcurrida una noche, cedían el lugar a ese poco atractivo y poco honrado sufrimiento interno, provocado por el pensamiento, que deja a su víctima aun más débil para resistir. En tales condiciones, la guerra me parecía tan loca, como criminal me parecía mi vergonzosa jefatura; y, habiendo enviando a buscar a los jeques, ya estaba a punto de entregar mi persona y mis pretensiones a sus perplejas manos, cuando el jefe de fila anunció la llegada de un un tren.

lunes, 13 de julio de 2009

El hombre andrajoso

De aquella roca brotaba al sol un hilo de plata. Miré hacia el interior para ver el conducto: era un chorro más delgado que mi muñeca; emergía firmemente de una hendidura abierta en el techado y caía con limpio rumor sobre una pileta espumeante, detrás del peldaño que servía de entrada. Los muros y el techado de la grieta estaban húmedos. Gruesos helechos y hierbas del más fino verde convertían el lugar en un paraíso de no más de dos metros cuadrados. Desnudé mi ensuciado cuerpo sobre el borde fragante y purificado por el agua y entré en el diminuto estante para probar, por fin, la caricia del aire y del agua sobre mi fatigada piel. Estaba deliciosamente fresco. Permanecí allí, quieto, dejando que el agua limpia y de color rojo oscuro descendiera sobre mí y me librara de la inmundicia acumulada durante el viaje. Mientras estaba así, tan feliz, un hombre andrajoso, de barba gris y un rostro trabajado que revelaba a la vez gran energía y fatiga, fue llegando lentamente por el sendero hasta detenerse frente al manantial. Allí se sentó, dando un suspiro, encima de mis ropas, extendidas sobre una roca al lado del camino en espera de que el ardor del sol expulsara la caterva de bichos.

Advirtió mi presencia y se inclinó, contemplando con ojos húmedos esa cosa blanca que estaba en la cavidad, tras el velo de la neblina solar. Después de mirar largo tiempo pareció satisfecho y cerró los ojos, gimiendo: «El amor viene de Dios; es de Dios y va hacia Dios.»

Sus palabras, pronunciadas con lentitud, llegaron con claridad, gracias al eco, a la pequeña laguna donde me encontraba. Me paralizaron repentinamente. Yo había creído que los semitas eran incapaces de utilizar el amor como un eslabón entre ellos y Dios, y hasta incapaces de concebir tal relación, excepto cuando intervenía la intelectualidad de un Spinoza, quien amaba tan racional, asexual y trascendentalmente que no buscaba o, mejor aún, que no habría permitido, una reciprocidad. Me había parecido que el cristianismo era el primer credo que proclamaba la existencia del amor en esa región superior de la que el desierto y los semitas, desde Moisés hasta Zenón lo habían excluido. Y el cristianismo es un producto híbrido y, salvo en su primera raíz, no esencialmente semítico.

Su nacimiento en Galilea había impedido que se convirtiera en una más de las innumerables revelaciones de los semitas, Galilea era la única provincia no semítica de Siria, una provincia con la que era casi impuro para el perfecto judío tomar contacto. Como Whitechapel con respecto a Londres, era ajena a Jerusalén. Cristo quiso pasar el tiempo de su ministerio dentro de su libertad intelectual; no entre las chozas de adobe de una aldea siria, sino en calles limpias, entre foros, casas con pilares y baños rococó, productos de una intensa, aun cuando muy exótica provinciana y corrompida civilización griega.

Los habitantes de aquella colonia de forasteros no eran griegos -cuando menos en su mayoría-, sino levantinos de varias clases que remedaban una cultura griega y que, a cambio, producían, no el correcto helenismo tribal de la agotada madre patria, sino una tropical fertilidad de ideas en la que el rítmico equilibrio del arte y del pensamiento griegos florecía en nuevas formas que los apasionados colores de Oriente tornaban chillonas.

Los poetas gadarenos, que tartamudeaban sus versos en medio de la excitación reinante, reflejaban aquella sensualidad y desilusionado fatalismo, que se convertían pronto en una desordenada lujuria. La ascética religiosidad semítica extrajo acaso de esta inclinación terranal el sabor de humanidad y de verdadero amor que dio su carácter distintivo a la mística de Cristo, y la hizo adecuada para que se apoderara de los corazones europeos de un modo que no podían alcanzar el judaísmo y el islam.

Y, además, el cristianismo había tenido la fortuna de disponer de posteriores arquitectos de genio, y en su paso a través de las épocas y de los climas había experimentado cambios incomparablemente mayores que los de la inalterable judería, desde las abstracciones de la erudición alejandrina hasta la prosa latina destinada al continente europeo. Su último y más terrible trastorno lo constituyó su paso al teutonismo, con una síntesis formal que convenía a nuestras frías disputas del norte. Tan alejado estaba el credo presbiteriano de la fe ortodoxa, que imperó en su primera o segunda transformación, que antes de la guerra llegamos a enviar misioneros para que convirtieran a esos más blandos cristianos orientales a nuestra idea de un Dios lógico.

También el islam había cambiado inevitablemente al pasar de un continente a otro. Había evitado la metafísica, excepto en el misticismo introspectivo de los devotos iranios. Pero, al llegar a África, se había teñido de fetichisimo para expresar en una sola y vaga palabra los variados animismos del continente negro y en la India tuvo que someterse a la legalidad y a la interpretación literal de sus conversos. Sin embargo, en Arabia había conservado un carácter semítico, o, mejor dicho, el carácter semítico había resistido a la fase del islam -como todas las fases de los credos con que los habitantes de la ciudad revestían continuamente la simplicidad de la fe-, expresando el monoteísmo de los espacios abiertos, el paso al infinito del panteísmo y la utilidad cotidiana de un Dios doméstico que todo lo penetra.

En contraste con esa inmutabilidad o con la interpretación que yo hacía de ella, el anciano de Rumm parecía algo prodigioso en su breve y simple sentencia, y parecía trastornar mis teorías sobre el carácter árabe. Por temor a una revelación, di fin a mi baño y avancé para recobrar la ropa. El viejo cerró sus ojos con las manos y emitió un triste quejido. Suavemente, le insté a que se levantara y me permitiera vestirme, y que luego me acompañara a lo largo del tortuoso sendero que había junto a nuestro grupo donde Mohammed estaba encendiendo el fuego para hacer el café, mientras yo procuraba que expusiera su doctrina.

Cuando la comida estuvo lista, le alimentamos, refrenando por algunos minutos su corriente subterránea de quejidos y palabras incoherentes. Ya entrada la noche, se levantó penosamente y se sumergió en la oscuridad, llevándose, si alguna tenía, sus creencias. Los Houeitat me dijeron que durante toda la vida había peregrinado entre ellos, gimiendo cosas extrañas, sin saber si era de día o de noche, sin preocuparse por el alimento, el trabajo o el techo. Todo se le daba bondadosamente, con la consideración debida al desdichado, pero él jamás contestaba palabra o hablaba en voz alta, excepto cuando estaba fuera o solo en medio de las cabras y los carneros.

lunes, 6 de julio de 2009

Retrato