~ v. woolf
martes, 6 de febrero de 2018
A propósito
No ha expresado usted ninguna opinión, quizá me digáis, sobre los méritos comparados del hombre y de la mujer, ni siquiera como escritores. Esto lo he hecho a propósito, porque, aun suponiendo que hubiese llegado el mometno de hacer semejante valoración -y por ahora es mucho más importante saber cuánto dinero tenían las mujeres y cuántas habitaciones que especular sobre sus capacidades-, aun suponiendo que hubiese llegado este momento, no creo que las dotes, ya sea la mente o del carácter, se puedan pesar como el azúcar o la mantequilla, ni siquiera en Cambridge, donde saben tanto de poner a la gente en categorías y de colocar birretes sobre su cabeza e iniciales detrás de su apellido. Yo no creo que ni siquiera la Tabla de Precedencias, que encontraréis en el Almanaque de Whitaker, represente un orden de valores definitivo ni que haya ningún serio motivo para suponer que un Comendador del Baño acabará precediendo en el comedor a un Maestro de Locura. Todo este competir un sexo con otro, de una cualidad con otra; todas estas reivindicaciones de superioridad e imputaciones de inferioridad corresponden a la etapa de las escuelas privadas de la existencia humana, en que hay «bandos» y un bando debe vencer a otro y tiene una importancia enorme andar hasta una tarima y recibir de manos del Director en persona un jarro altamente decorativo. Al madurar, la gente deja de creer en bandos, en directores y en jarros altamente decorativos. En todo caso, en lo que respecta a los libros, es sumamente difícil pegar etiquetas de mérito de modo que no se caigan. ¿Acaso las críticas de libros contemporáneos no ilustran perpetuamente la dificultad de emitir juicios? «Este excelente libro», «este libro sin valor»: se le aplican al mismo libro ambos calificativos. Ni la alabanza ni la censura significan nada. Por delicioso que sea, el pasatiempo de medir es la más fútil de las ocupaciones y el someterse a los decretos de los medidores la más servil de las actitudes. Lo que importa es que escribáis lo que deseáis escribir; y nadie puede decir si importará mucho tiempo o unas horas. Pero sacrificar un solo pelo de la cabeza de vuestra visión, un solo matiz de su color en deferencia a un director de escuela con una copa de plata en la mano o algún profesor que esconde en la manga una cinta de medir, es la más baja de las traiciones; en comparación, el sacrificio de la riqueza y de la castidad, que solía considerarse el peor desastre humano, es una mera fruslería.
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