Hacemos amigos, creamos universos emocionales para adornar la memoria inmediata a la hora ineludible de contarnos la jornada. Así, le dije al viejo, una vez, cuendo empezó mi exilio, subí a un taxi en el aeropuerto de Buenos Aires, pregunté al taxista cuánto costaba la carrera hasta el centro y el hombre me pidió que fuera más preciso. Hasta el Obelisco, le dije, y contestó que costaba unos veinte dólares. Yo no tenía más que diez, un billete mugroso y arrugado era toda mi fortuna. Aceptó llevarme por ese precio, y cuando estábamos junto a la imponente vertical del Obelisco, le entregué el dinero. El taxista echó mano a una caja de habanos, tomó un puñado de billetes y me los pasó al tiempo que decía: «Cuídate, hermano». Ese taxista es mi amigo, no sé su nombre y es mi hermano. Adonde quiera que vaya cito su nobleza.
~ l. sepúlveda